Cuando se habla de grandes pianistas chilenos es imposible no pensar en Claudio Arrau*, el más famoso y uno de los que más grabó. Se dice que su estirpe pianística es de las más nobles. Su primer y único maestro fue Martin Krause, quien a su vez recibió las enseñanzas de Liszt, este último había sido alumno de Czerny, el cual había sido pupilo de Beethoven. Una línea directa con la más antigua tradición pianística alemana.
No tan difundido es que otra chilena también fue una de las pocas alumnas del maestro Krause, a quien le presentó al pequeño Arrau en 1913. Ella era Rosita Renard, de quien nos ocuparemos en este artículo.
Nacida una noche de febrero en 1894, Rosita fue la mayor de tres hermanos. Le sucedieron Pedro, luego convertido en un prestigioso médico tisiólogo, y Blanca, quien también hizo una destacada carrera de pianista.
Rosa Artigas, la madre de Rosita, era una mujer dominante que se había casado con José Renard, un catalán francés. Por razones que desconocemos, José Renard abandonó la casa familiar y doña Rosa Artigas tuvo que encargarse de la mantención de sus hijos, además de su propia madre y hermana Amalia, enferma de epilepsia. Rosita no volvió a ver a su padre. De hecho, don José solamente volvió a avistar a su hija en el féretro mortuorio con ocasión de su entierro, ya siendo un octogenario de escasos recursos, que trabajaba como nochero en una fábrica. Rosita desde niña mostró un gran talento musical unida a una habilidad en sus manos pocas veces vista. Años después reiría al recordar como siendo pequeña, para entretenerse, tocaba selecciones de la ópera Rigoletto de Verdi en su piano.
Los estudios autodidactas de Rosita necesitaban una guía profesional, la cual encontró en Conservatorio Nacional de Música y Declamación, donde llegó a ser una de sus alumnas más destacadas. Su maestro fue el arequipeño Roberto Duncker Lavalle, de formación alemana. Al parecer, relación entre maestro y alumna fue muy cercana. Durante su vida Rosita lo recordaría mucho y reconocería los progresos que realizó junto a él. En diciembre 1908, cuando Rosita estaba por cumplir los 15 años, finalizó sus estudios formales en Chile y se graduó. En la ceremonia de titulación estuvieron presentes el Presidente Pedro Montt y su Señora, quienes hicieron entrega de los diplomas. En la ocasión, Rosita interpretó el Concierto el La menor de Grieg, junto a la orquesta del Conservatorio dirigida por Celerino Pereira.
Ese verano, Rosita se dedicó a preparar sus primeras presentaciones públicas, como una profesional. Dichas exhibiciones, que nunca se realizaban en solitario, ya que entonces se acostumbraba a alternar distintos solistas en una misma velada, vocal o instrumental, le generaron una incipiente fama local. Los críticos alababan su precisión, musicalidad y talento. Su repertorio iba desde Beethoven a Debussy, pasando por Bach, Chopin y Liszt entre otros, además de variada música chilena. Su caballito de batalla era el arreglo que Schulz-Evler hizo del vals “El Danubio azul”, de Johann Strauss hijo. Un hito fue la actuación que tuvo en junio de ese año en el Teatro Municipal de Santiago interpretando nuevamente el concierto para piano de Grieg, el mismo que había tocado el cuando recibió su diploma del Conservatorio.
Por su talento y logros, el Gobierno de Chile dispuso de una beca para que Rosita viajara a Alemania acompañada de su madre y así perfeccionarse en el Conservatorio Stern en Berlín, probablemente el más importante en esos años.
Sonata para Piano en La Menor. W. A. Mozart Carnegie Hall, 1949
En junio 1910 Rosita y su madre comenzaron su largo viaje a Berlín. Los hermanos de la pianista se quedaron junto a su abuela y tía Amalia. En la capital alemana, Rosa Artigas ejercía una fuerte vigilancia sobre su hija, a la que no quería dejar sola en ningún momento. De alguna forma que desconocemos, Rosita conoció a Martin Krause, quien la tomó como alumna, existiendo desde un principio una química especial entre ambos.
A Krause le sorprendió lo preparada que llegó Rosita a Berlín, y no perdió oportunidad de reconocer los méritos de Roberto Duncker, con quien mantuvo una amistosa correspondencia, en la que informaba de los progresos de la alumna. El trato de Krause, como con todos sus estudiantes, fue paternal y a la vez severo, intentando dar un formación integral a sus alumnos. Les hablaba de historia y artes en general, no sólo musical. Hacía asistir a conciertos y leer, entre otros, a los grandes clásicos alemanes como Schiller y Goethe. Fue así como Rosita pudo admirar a pianistas de la talla de Federico Busoni y Teresa Carreño, grandes inspiradores de su arte, asistir a presentaciones y leer lo más selecto del teatro alemán. Cuando inesperadamente el gobierno de Chile suspendió la beca a Rosita, Martin Krause la nombró alumna honoraria del Conservatorio Stern, una especie de beca especial.
Ese mismo año el Conservatorio Stern entregó un diploma de honor a Rosita. Ese premio había sido instaurado más de 50 años antes y sólo se había entregado una vez. Esto, en cierta forma, era un empujón para que Rosita se presentara frente el exigente público berlinés. Las críticas fueron excepcionales, resaltando su maestría y juventud. Los ecos de estas apreciaciones llegaron a Santiago, donde se criticó la suspensión de la beca. En 1914, Rosita terminó sus estudios en el Conservatorio Stern. El maestro Krause le escribió elogiosas y afectuosas palabras a ella y su maestro Duncker, augurándole una carrera llena de éxitos. Pero estalló la guerra. Las presentaciones de Rosita tuvieron que suspenderse y junto a su madre se embarcaron rápidamente a Chile para escapar del conflicto. Dicho viaje, en barco, las llevó primero a Buenos Aires, donde tuvo la oportunidad de presentarse, nuevamente con gran éxito. De regreso en la capital de su país, Rosita dio muestras de sus progresos ante el público que pocos años antes la había conocido. Mostraba ahora un gran manejo y prácticamente no había ninguna dificultad técnica que no dominara. Los grandes maestros alemanes, como Bach y Beethoven, eran especialmente afines a ella.
Al parecer, entre 1915 y 1916 se presentó en el norte de Chile, en varias ciudades sudamericanas y en los Estados Unidos. A finales de este último año, siempre junto a su madre, iniciaron otro viaje a Norteamérica -a Rochester- donde tenía pactadas unas presentaciones y dar clases en el Conservatorio. El viaje en barco era costoso y llegaron escasas de dinero a los Estados Unidos. Los profesores del DKL Conservatory le dieron una gran acogida, sobre todo luego de oírla tocar. Pero ahí su salario dependía de la cantidad de alumnos que tuviera y le habían asignado sólo uno. Casi sin dinero, decidieron volver a Chile, haciendo escala en Nueva York, donde Rosita probaría suerte por última vez en el país del norte. Tocó en un cine mudo y contactó a algunos aficionados mediante algunas cartas de recomendación que traía. Gracias a ellos pudo dar funciones privadas. En una de esas veladas tuvo la suerte de ser oída por Sam Franko, director de música antigua y que la había escuchado tocar en Berlín. Fue él quien le consiguió un piano donde practicar y atrajo la atención de filántropos que le organizaron una exitosa presentación en Nueva York, a la que siguieron muchas otras más, siempre con un creciente éxito.
En esa ciudad, entró en contacto con el compositor chileno Enrique Soro, quien era una eminencia en Estados Unidos. Rosita recorrió todo el país, donde fue siempre ovacionada y realizó además una larga gira junto a la soprano Geraldine Farrar.
Pero en enero de 1920 Rosita desapareció de los escenarios. La razones de esto nunca han estado claras. Al parecer, su madre, una mujer conservadora de estricto carácter, podía tolerar que su hija viajara junto a otra señorita, como la Farrar, mientras ella custodiaba a su otra hija Blanca (otra pianista de excepcional talento). Pero, cuando el empresario quiso organizar una segunda gira que iba desde los Ángeles a la costa atlántica, con Rosita en solitario, la madre no aceptó semejante idea. Seguía viendo y tratando a su hija como una niña, y viajar sola no le estaba permitido. Esta negativa hizo que Rosita cayera en desgracia ante el empresario Charles Ellis, un caballero de Boston, como le llamaban, que organizaba las presentaciones de Rosita y otros artistas de la talla de Nellie Melba, Paderewsky y Rachmaninov. Con esto, se le cerraban las puertas para firmar otro contrato con cualquier empresario estadounidense.
Se despidió de Nueva York con un concierto en el Carnegie Hall -lugar al que, como veremos, volvería muchos años después-. Al parecer su actuación no fue tan deslumbrante como las anteriores, pues el ánimo de Rosita ya no era el mismo. Continuó algunos meses más en Estados Unidos, gracias a que había firmado un contrato con la Aeolian Company para grabar rollos de autopianos, un método de reproducción sonora muy famoso en la época.
Rosita regresó a Santiago, donde fue recibida cálidamente. Las noticias de sus triunfos en el extranjero habían llegado a oídos de mucha gente, Los muchos conciertos de bienvenida estuvieron repletos de personas. Mantenía su característica timidez – cuando entraba a un escenario, para iniciar una presentación, lo hacía con prisa, se acercaba al piano y comenzaba tocar instantáneamente-, pero poseía la seguridad de una intérprete consumada. La vigilancia que la madre ejercía hicieron que Rosita decidiera abandonar el hogar materno. Así mismo, dejó su carrera internacional y asumió la dirección del Departamento de Teclado del Conservatorio Nacional, en calle San Diego, donde con generosidad entregó sus conocimientos a los alumnos. Jamás se guardaba ninguna solución técnica o secreto, como hacen algunos maestros inseguros de sí mismos. Ahí formó a la mayoría de los pianistas que emergieron en el Chile de esos años. En 1925 vuelve a Nueva York, donde reside 5 años. En un viaje a Berlín conoce a su futuro esposo: Otto Stern, un cantante checoslovaco que no contaba con la aprobación de la madre, Rosa Artiagas. En 1929, debido a la crisis económica, Rosita vuelve a Chile a continuar su trabajo en el Conservatorio Nacional, con un contrato de ocho horas semanales por tres años. Los días los pasaba junto a su marido en su parcela en Pirque, junto al río Maipo y la cordillera. Le gustaban las cosas simples de la vida, como la naturaleza y la música: las flores y animales le daban paz, tal como podían hacerlo Bach o Mozart. Con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, llegaron a Sudamérica numerosos músicos europeos. Uno de ellos, el afamado director de orquesta Erich Kleiber, se radicó en Buenos Aires. Su hijo Carlos, quien luego abrazaría la misma profesión de su padre, también con gran éxito, asistía al Internado en Santiago, por lo que el maestro Erich Kleiber cruzaba la cordillera periódicamente. En esos viajes, Kleiber escuchó a Rosita y su sentencia fue clara: tal nivel de artista debía ser conocida en todo el mundo. Juntos dieron conciertos por partes de Sudamérica y, pese a la timidez de Rosita, la convenció de volver a tocar en Nueva York, en el Carnegie Hall. En Enero de 1949 volvió a sorprender a Estados Unidos en una velada única, que quedó en la memoria de los presentes y, gracias a una grabación privada que hizo la pianista, ésta llegó también hasta nuestros días, siendo la única muestra del arte de Rosita en vivo. Se programaron conciertos en Estados Unidos y Europa, algunos bajo la conducción del maestro Kleiber, para lo que Rosita volvió a Chile a prepararse. Pero una desgraciada enfermedad -encefalitis letárgica- terminó con la vida de Rosita de manera inesperada en Santiago, en la Clínica Santa María.
Su muerte truncó una carrera que estaba tomando un segundo respiro y acabó con el desarrollo de una artista fenomenal. Un hecho triste que nos privó de uno de los músicos más notable que ha tenido nuestro país.
Rosita donó su fortuna personal y su parcela en Pirque a la “Fundación Rosita Renard”, hoy hogar de ancianos en Nos.
Programa Carnegie Hall, 19 Enero 1949 * En 1913, Claudio Arrau llevaba dos largos años en Berlín. Estaba desorientado luego de pasar por estudios de malos maestros y pensaba renunciar a la beca que también le habían otorgado, para volver con su madre a Chile. Afortunadamente, el destino se puso de su parte y conoció a Rosita, la que intercedió ante Martin Krause: cansado de niños prodigios, en un primer momento se negó a recibir a Arrau, pero Rosita insistió y Krause escuchó al niño, quedando deslumbrado, al punto que llego a decir que sería su obra maestra. Es necesario mencionar que Krause fue el único maestro que tuvo Arrau: fueron cinco años de trabajo constante y crecimiento cultural, artístico y espiritual. No pudo ser más tiempo porque el Krause falleció en 1918. Fuente: Rosita Renard, pianista chilena. Samuel Claro, 1993.